
Vivimos en la era del "parecer". Hay que parecer jóvenes, parecer atractivos, parecer bellas, parecer buena onda. Es decir, se impuso la cultura de la imagen en la que lo que más cuenta es la apariencia.
El problema es que en el esfuerzo por aparentar lo que no somos, dejamos de ser lo que sí somos. En efecto, las características particulares que nos identifican como individuos están siendo determinadas por la cultura consumista que decide quiénes somos con base en lo que parecemos. Como resultado ahora vestimos como visten todos, tenemos lo que tienen todos, usamos lo que usan todos y hasta hemos llegado al extremo de mandarnos hacer las facciones y la figura "a la medida" de lo que dicta la moda, gracias a las cirugías estéticas. Así, somos quizás más atractivos pero no somos auténticamente nosotros mismos.
El culto a la figura promovido por el mundo consumista ha hecho que la apariencia exterior se haya convertido para muchos, tanto para las mujeres como para los hombres, en la razón de existir. Posiblemente éste es el motivo por el que tanta gente hoy se queja de sentirse vacía y perdida, y anda dando tumbos por la vida tratando de acallar su angustia a base de impresionar a los demás con una figura espectacular. Algunos expertos en la conducta han señalado que la búsqueda obsesiva de la perfección exterior es una forma de evasión con la que se dopan hoy las personas para no ver el caos y la imperfección que reina en su mundo interior.
Lo grave es que la fuente de donde surge el empuje hacia la búsqueda incesante del sentido de nuestra vida brota de lo más profundo de nosotros mismos. Es allí donde se origina lo que nos da una buena razón para vivir. No somos lo que aparentamos, somos lo que creemos, lo que defendemos, lo que amamos, lo que soñamos dejar a nuestro paso por la vida. ¿Será que el valor que le damos a cultivar nuestra belleza física si está alineado con lo que creemos, defendemos, amamos y soñamos? ¿Será que lo que estamos construyendo si llevará a que nos recuerden por la calidad de nuestras obras y no sólo por la belleza de nuestra figura?
Recordemos que el cuerpo es sólo el empaque y que como tal su función es la de servir de estructura sólida para albergar lo que somos. Por ello es importante cuidarlo con esmero, pero no convertirlo en la credencial de nuestro valor como personas. Nos traicionamos cuando buscamos en nuestro exterior lo que debemos encontrar y cultivar en lo más profundo de nuestro ser, porque es allí donde está lo que nos hace personas únicas e irrepetibles y donde se gesta lo que nos hará inmortales en el corazón de nuestros semejantes.
A pesar de que vivimos en la era del jet, el celular, el microondas, los cajeros automáticos, la Internet, etc., es decir, rodeados de miles de innovaciones para ahorrar tiempo, pocas son las personas que no andan a la carrera y agobiadas porque no les alcanza el tiempo para nada. Parece que estar constantemente de prisa se convirtió en un "modus vivendi", a tal punto que muchas personas se sienten culpables cuando se toman unos minutos para descansar aunque estén exhaustas.
Pero, ¿qué nos ha llevado a montarnos en esta especie de avión ultra sónico en el que todos viajamos incómodos pero nadie se puede bajar? Nos ha llevado el inmediatismo al que nos han acostumbrado las soluciones instantáneas que nos ofrece la publicidad y las historias del cine o la TV; la creencia de que "el tiempo es oro" que nos ha convencido de que cada minuto del día debe ser productivo ; el cultivo del ego que nos anima a trabajar más para poseer más y aparentar más; la idea de que tener mucho equivale a ser más felices que pregona la cultura consumista y nos empuja a producir y gastar sin descansar.
Lo cruel es que en esta loca carrera finalmente logramos estirar el tiempo para hacerlo todo menos vivir, si por vivir entendemos compartir, reír, pasear, conversar, jugar, gozar o soñar.
El impacto que esta forma de vida tiene en la familia es funesto. Al andar a la carrera vivimos como "volando por instrumentos", es decir, concentrados en todo lo urgente por hacer, pero desconectados de lo que somos y sentimos. Y al no estar conectados con nuestros sentimientos es imposible establecer sólidos vínculos afectivos con nuestros seres queridos. Así, nuestras relaciones familiares se limitan a contactos superficiales, carentes de calidez, que por su trivialidad se desbaratan con cualquier tormenta.
El tiempo no puede seguir siendo nuestro enemigo. Lo necesitamos para formar la familia que soñamos tener. Hace falta tiempo para establecer lazos profundos con nuestro cónyuge porque éstos se tejen en los momentos compartidos sin más propósito que estar juntos; tiempo para ganarnos la confianza de nuestros hijos porque saben que sí estaremos a su lado cuando nos necesiten; tiempo para cultivar una buena comunicación porque estamos allí para que nos cuenten sus pesares cuando desean compartirlos; tiempo para formar su conciencia porque estamos tan presentes que nuestro proceder les muestra qué está bien y qué está mal; tiempo para alimentarles una fe sólida porque pueden ver cómo confiamos en Dios y así ellos también confiar en sus designios.
Vivir a la vida a la carrera atropella las relaciones. La impaciencia, producto del afán por ganarle la carrera al reloj, impide que tratemos a nuestros hijos con el afecto que merecen. Hacer muchas cosas alimenta el ego pero deja morir de hambre el corazón. Llena la agenda pero destrozan la familia.
Si el tiempo es oro no lo desperdiciemos haciendo muchas cosas para comprar el amor de nuestra familia, el cual obtendremos gratis si dedicamos más tiempo a disfrutar de los hijos y ocupar el primer lugar en su corazón.
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